La revolución de las escobas: cuando el pueblo barre el polvo y el poder

La revolución de las escobas: cuando el pueblo barre el polvo y el poder

Lo que ocurrió en Burkina Faso este julio 2025 no fue una campaña de limpieza, fue una declaración de guerra simbólica contra la desidia, el abandono y el neocolonialismo. No hubo balas, pero sí revolución. Más de 31.000 personas se levantaron, escoba en mano, para decir: el país es nuestro. Y esa consigna, si se toma en serio, puede sacudir cualquier régimen.


Un soldado con fusil es cotidiano. Un soldado con escoba, barriendo una calle al lado de campesinos, profesoras, abuelas y niños, es otra cosa. Esos siete días en Burkina Faso no fueron sólo jornadas de limpieza: fueron un terremoto político, una grieta en la lógica de dependencia que aún encadena a los pueblos del Sur. Cuando los barrios enteros salieron a barrer su tierra, no estaban quitando polvo: estaban recuperando soberanía.

¿Por qué esto incomoda? Porque fue sin ONGs. Sin créditos del FMI. Sin promesas de Occidente.

Porque fue desde abajo, organizado por un pueblo que lleva décadas acumulando frustración, rabia, abandono. Porque fue una muestra brutal del potencial de la organización popular cuando se desborda de lo institucional. Cuando la escoba reemplaza al discurso, y la acción toma el lugar del lamento.

En los papeles, fue así: el joven presidente de Burkina Faso, el capitán Ibrahim Traoré, lanzó un llamado a la población. No fue un decreto. No fue una orden. Fue un gesto: “Burkina Faso es nuestro. Debemos cuidarlo, protegerlo y elevarlo.” En menos de 24 horas, 31.395 ciudadanos respondieron. Se organizaron en barrios, aldeas, ciudades. Se dividieron tareas, establecieron rutas, trajeron escobas, baldes, carretillas. Y salieron. A limpiar.

Limpieza. Una palabra simple. Pero esa acción mínima se convirtió en algo gigantesco: hospitales desinfectados, escuelas restauradas, mercados reordenados, pozos de agua despejados. Las consecuencias fueron inmediatas: menos enfermedades, más organización, más comunidad.

Lo importante fue lo simbólico: el pueblo volvió a mirarse al espejo y reconocerse. Entendió que no necesita ayuda externa para recomponer su casa. Que la dignidad no viene en camiones de USAID ni en fondos de la Unión Europea. Que la verdadera reconstrucción es desde el suelo. Desde el polvo.

Este acto colectivo fue un acto de desobediencia civil al pesimismo. Un “¡sí se puede!” en versión africana, sin caricatura ni condescendencia. Y eso incomoda. Porque si Burkina Faso puede hacerlo, ¿por qué no los demás?

Ibrahim Taoré, no sólo limpió basura. Limpió la resignación. El discurso de que “en África nada funciona”. Que “hay que esperar a que vengan de afuera a arreglar lo que está roto”. Limpió la propaganda colonial que aún persiste, esa que reduce a los pueblos africanos a víctimas eternas, incapaces de actuar sin tutela. Limpió, además, la división. Participaron todos: mujeres, jóvenes, militares, creyentes, campesinos. Todos barrían juntos. Nadie daba órdenes. Nadie cobraba. No era show. Era necesidad. Y esa unión fue el golpe más fuerte. Porque lo que construye hegemonía no es la fuerza bruta, sino la creencia compartida. Y durante una semana, Burkina Faso creyó en sí misma.

Ibrahim Traoré no se limitó a aplaudir desde el palco. Transformó la experiencia en política. Institucionalizó un Día Nacional de Limpieza cada primer sábado del mes. Lanzó programas de participación ciudadana, empujó a las universidades a integrar módulos de civismo, y sentó a campesinos, soldados y estudiantes a planificar juntos el país que quieren.

Eso también incomoda. Porque rompe el molde del caudillo. No busca perpetuar el poder. Busca distribuirlo. Cuidado con eso: cuando el pueblo prueba el sabor de la autonomía, es difícil que vuelva al menú de la dependencia. El de las ONGs parasitarias, que lucran con la miseria y temen que los pueblos aprendan a organizarse sin ellas, el de los gobiernos neoliberales, que promueven la apatía como forma de control, el de las potencias imperialistas, que necesitan pueblos desarticulados para poder explotar sus recursos. Burkina Faso dio un golpe al corazón de esas estructuras. Y por eso, casi ningún medio occidental lo celebró como debía. Porque no encaja en su narrativa. Porque es incómodo. Porque es un espejo.

¿Y si la revolución empieza con una escoba? No se necesita una vanguardia armada para iniciar un cambio radical. A veces, basta con que la dignidad se vuelva contagiosa. Eso fue lo que ocurrió en Burkina Faso. Y esa llama, si se propaga, puede incendiar la apatía global.

Este fue un ensayo de poder popular. Un recordatorio de que cuando el pueblo se convierte en sujeto de la historia, nada puede detenerlo.

Así que no subestimes a quienes barren. Porque tal vez, sin saberlo, están preparando el terreno para otra forma de gobernar. Una donde la limpieza no es cosmética, sino estructural.


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